Se cumplen 68 años de la histórica fuga del ex presidente Cámpora y otros dirigentes del Penal de Río Gallegos
Fue en medio de la dictadura de la "Revolución Libertadora" en 1957. La increíble historia de cómo seis internos, dirigentes peronistas, se escaparon del presidio en la capital de Santa Cruz
El 18 de marzo de 1957 seis internos del penal de Río Gallegos se fugaron. Se trataba de los dirigentes peronistas Jorge Antonio, Héctor Cámpora, Guillermo Patricio Kelly, John William Cooke, José Espejo y Pedro Gomis. Junto a ellos, Juan de la Cruz Ocampo, "Campolito", el guardiacárcel que habían capturado durante el escape.
Estaban detenidos por diversas razones mas una las explicaba todas: eran peronistas. El ideólogo de la fuga fue el empresario peronista Jorge Antonio. En su autobiografía -¿Y ahora qué?- cuenta que la idea de escaparse lo perseguía desde el penal de Ushuaia. Allí comprendió que los presos políticos no tendrían juicio, ni justicia. Fugarse se convirtió en una obsesión y, al ser trasladado a Río Gallegos, "en una necesidad del espíritu".
Tuvo el destino la dicha de poner, en el mismo penal y pabellón, a su amigo Alfredo Máximo Renner, oficial del Estado Mayor del Ejército y hombre de confianza de Juan Domingo Perón. Un hombre serio, inteligente y capaz de elaborar semejante plan. Jorge Antonio le contó su idea. Iba a fugarse y no lo haría solo. Quería que la fuga fuera un mensaje político. "Ha de imponer un sentimiento de respeto hacia los demás detenidos, que han estado junto a nosotros. Y, además, poner en ridículo al gobierno con la huida de sus más señalados presos políticos", cuenta.
Renner aceptó la misión y Jorge (así le diremos de aquí entonces, salvo cuando la música pida incorporar el apellido) le pidió que elaborara un plan detallado. A los diez días, volvió con el plan. La fuga debía ser un domingo, cuando la guardia aflojaba. Fuera del penal, iban a necesitar seis colaboradores incondicionales, dispuestos a sacrificar su vida. Tres en Río Gallegos y otros tres en Chile, hacia donde escaparían. Los separaban unos 60 kilómetros hasta el paso de frontera más cercano. A través de su mujer, Esmeralda Rubin, Jorge convocó a su amigo Manuel Araujo, "más que un hermano para mí". Este se mudó a Gallegos con una misión. Hacer correr el rumor de que estaba ligado a asuntos financieros de su amigo.
Cumplió rápidamente. Compró un terreno bien ubicado y no pasó tiempo hasta que el rumor se esparció. También llegaron Esmeralda y María Luisa, la hermana del detenido, sin quienes esta historia no hubiera sido posible. Fueron las encargadas de ingresar al penal los elementos más importantes de la fuga. Las armas, por un lado; algunos libros importantes, como uno de mapas de la zona, por el otro.
Habría dificultades, claro. El mapa no es el territorio. Iban a necesitar salir para conocer aunque sea las inmediaciones del penal. Jorge simuló una dolencia y consiguió que lo llevaran diariamente a la enfermería, donde le aplicaban inyecciones. Pero la dolencia no cedía. Tal era el sufrimiento que el médico del penal autorizó el traslado a la clínica de la ciudad para una radiografía. En el trayecto, pudo relevar las inmediaciones de la penitenciaría. A su regreso, la dolencia se calmó.
Puede decirse que la suerte acompañaba el plan. Un día llega al penal un estanciero, de apellido Moldes. Es un hombre de militancia nacionalista, dueño de un campo enorme entre Río Turbio y Puerto Natale, justo en la frontera por donde escaparían. El director del penal se lo presenta a Jorge y charlan un rato largo, junto a Cooke, sobre la situación del país. Conversan sobre el peronismo, su visión sobre la economía. El hombre quedó impresionado. Era lo que necesitaban los futuros prófugos. Usarían esa relación, no para ocultarse en sus propiedades, sino como una maniobra distractiva que veremos luego.
Fuera del penal, Araujo recorría diariamente el camino de la fuga hasta Chile. Tenía que aprenderlo de memoria. Dentro del penal, los detenidos definieron el domingo 11 de marzo como fecha para la fuga. Era carnaval y eso los protegería en la calle. Con la fecha definida, le comunicaron el plan a Cooke, Kelly y Espejo, que aceptaron inmediatamente.
El escollo principal era el jefe de los carceleros, un hombre de apodo Mejía, de quien se decía había llegado a asesinar algunos presos. La suerte volvió a involucrarse en el plan. Mejía solía hablar con Espejo. En una de esas charlas, le reveló que sus padres vivían en Ushuaia, que le gustaría visitarlos pero que no tenía el dinero. Si tuviera confianza con el detenido Jorge Antonio, le confesó, le pediría los tres mil pesos necesarios. Cuando Espejo vino con la novedad, Jorge saltó de alegría.
-Diga que no es necesario hacerme el pedido a mi. Que lo hará usted en su lugar y la deuda será suya.
El cuñado de Jorge viajó a Ushuaia y desde allí le envió un telegrama a Mejía: "Ven a visitar a papá y mamá; no están nada bien". Así despejaron una de las dificultades. La fecha de la fuga se acercaba y faltaba mucho por hacer. Los líderes del plan habían estudiado al detalle los cambios de guardia de la madrugada. Entre las 2 y las 2.30, cuando se producían los relevos, era la ventana para escapar. A esa misma hora, escuchaban todos los días, trabajadores de un frigorífico cercano pasaban por la vereda del penal. La hora de la fuga se fijó entonces a las 2.25. Coincidía además con la guardia del carcelero de mayor confianza de los dirigentes peronistas. El chileno Campolito.
El 11 de marzo estaba todo listo. Caía la tarde. Por el pasillo frente al pabellón vieron ingresar al director del penal junto al médico, con rostros adustos. Jorge los intercepta a través de las rejas. "Nuestras relaciones no excluían un cierto interés personal por la vida de cada uno", escribe. El director le cuenta que su mujer está por dar a luz pero todo se ha complicado y puede ocurrir lo peor. Los detenidos escuchan el relato. Las autoridades se retiran y el pabellón queda en un pesado silencio. La fuga se posterga para el sábado siguiente. El motivo: la piedad de los detenidos peronistas con el director del penal que los mantiene cautivos. "Acordamos sin haber hablado -dice Jorge- que si nos fugábamos podía ocurrir algo desastroso para el director".
El incidente provocó cambios en la fuga. Cuando terminan el breve encuentro de suspensión se acerca a ellos Héctor Cámpora, todavía no enterado del plan.
-Se prepara algo importante, ¿verdad?
Jorge lo niega. Iba a sumarlo pero solo al momento de la fuga. Cámpora insiste.
-Estoy seguro que sí. Usted ha retirado de su cama las fotos de sus hijos de la cabecera de su cama y seguramente se las habrá dado a su mujer.
El detalle estremeció a Jorge Antonio. Ese simple error podría haber desatado una tragedia. El resto de los presos parecía advertir lo mismo que Cámpora. Algo estaba por suceder. El detalle además era cierto. Las fotos se las había llevado Esmeralda, que había abandonado junto a su cuñada la ciudad, con la excusa de volver a Buenos Aires para el inicio de las clases. Faltaba todavía una larga semana y el resto de los detenidos, especialmente los comunistas, sospechaba. Incorporarlos a la fuga era imposible. Jorge guardó para el día siguiente la tarea de encomendarle a Renner un plan que abordara el problema. Nunca se produjo.
Sin aviso previo, por la mañana llegaron dos oficiales del Ejército y se llevaron a Renner a Buenos Aires. La partida conmovió especialmente a los complotados. A su salida, les guiñó un ojo, acaso deseándoles suerte. En el mismo avión que trajo a los oficiales, llegaron dos nuevos detenidos. Se trataba de Manuel Parla, militante de la Resistencia y dos sindicalistas, Sebastián Borro y Pedro Gomis. Los planes comenzaban a torcerse de aquel diseño ideal interrumpido por el parto riesgoso de la esposa del director de la prisión (que finalmente salió bien, ambos vivieron). Al ver entrar al corpulento Gomis, Kelly comentó en voz baja que sería ideal para uno de los tramos del escape. Y lo sumaron.
Pero la preocupación de los líderes del grupo seguía siendo el resto del pabellón. Junto a Kelly, idearon un plan. A Jorge le volvieron las dolencias, que ahora no lo dejaban dormir, le informó al médico. Muchos compañeros suyos del pabellón sufrían del mismo insomnio. El médico accedió.
-Pero tenga cuidado, una pastilla de éstas es capaz de voltear a una vaca. Se la entrego a usted porque es un hombre responsable. A sus amigos no se le ocurra darles más de una por vez.
El día anterior a la fuga tocaba poner en marcha la maniobra distractiva. Jorge le pidió al jefe del penal si podía conversar con Moldes, aquel estanciero. Quería un informe sobre la cría de ganado en la región. Al día siguiente, el 18 de marzo, Moldes se encontró con el detenido y conversaron un rato. Lo suficiente para que quede plantada la sospecha cuando sonara la alarma. La policía perdería un buen rato buscándolos por esos campos. Jorge volvió al pabellón satisfecho y lleno de ansiedad.
Pero una discusión con los detenidos comunistas puso en peligro la fuga. El mate cocido que había preparado Kelly, otra vez, tenía un gusto demasiado amargo, se quejaban los materialistas históricos. Jorge decidió intervenir y les propuso una solución. A partir del día siguiente, Kelly no prepararía nunca más el mate cocido de la noche. El acuerdo se cumpliría. A los pocos minutos, los detenidos que habían tomado el último brebaje de Guillermo Patricio Kelly dormían profundamente.
Todos, menos uno.
Hernández, un militante comunista, era alto y fuerte. Se quejaba de que la cabeza le pesaba mucho. Kelly le ofreció como solución otro mate cocido, que aquel tomó. Se sentó en la punta de la cama. Los conspiradores lo espiaban, fingiendo dormir. Hernández, impasible, miraba un punto fijo. Cuando la espera se volvió intolerable, Kelly se acercó sigilosamente, lo empujó con la punta de su dedo y Hernández cayó dormido. "Aquel fue un round risueño de nuestra lucha con los comunistas: ¡habíamos dormido a uno de ellos!", cuenta Jorge.
Ahora era su turno. Se acercó a las rejas y llamó al guardia. Le preguntó si no le parecía triste ver a todo el mundo festejando el carnaval y a ellos así. Apuntó a su debilidad y le pidió amablemente una botella de vino, por supuesto que prohibida.
-Usted, que sabe del consuelo de un vaso de vino.
Accedió. Esperaría a que se fuera su relevo y traería el encargo. De ese gesto dependía todo. A las 2.10, el guardia entró con una sonrisa en la boca y una botella en la mano. Cuando metió la mano entre los barrotes para entregarla, Jorge Antonio sacó un arma que ocultaba en su espalda y lo apuntó.
-Si se mueve lo mato, pero no quisiera hacerlo.
El guardia quedó inmóvil, tal era la sorpresa. Kelly se acercó y le quitó las llaves del cinturón. Abrieron el candado y ganaron rápido la puerta, antes que terminara el cambio de guardia. Se vistieron de empleados del frigorífico, con gorros y delantales que había ingresado Esmeralda en la visita. Cruzaron la calle del penal y se ocultaron cerca de unos arbustos. Eran las 2.25, el horario acordado con Araujo. Y el auto no llegaba.
Héctor Cámpora termino siendo Presidente, antes del retorno de Perón
Pasaron cinco largos minutos hasta que vieron doblar un par de faros. El vehículo se detuvo cerca de los, ahora oficialmente, prófugos. Dudaron en acercarse. Hicieron bien. Del vehículo bajaron dos hombres que arrojaron a la calle a una mujer. El jeep dio media vuelta y se fue.
-Jorge Antonio, ¿por qué no volvemos a la cárcel y dejamos la fuga para otro día cualquiera?
Dijo Cámpora. Alguno quiso reír pero necesitaban mantener el silencio. Ahora sí, dobló el Ford de Araujo. Le reprocharon la demora. "Una mujer borracha armó un escándalo terrible y aparecieron los gendarmes", explicó. No se detuvieron a pensar lo cerca que los seis prófugos peronistas, junto a un guardiacárcel secuestrado, habían estado de dos gendarmes.
Comenzó la travesía. Los ocho, arriba del auto, iban en extremo silencio y total oscuridad. Araujo conocía el camino de memoria. Tantas veces lo había recorrido que había arrancado el sistema de luces del auto. Solo interrumpió el silencio para avisar que ya estaban cerca de la frontera. Pero quedaba un obstáculo más. Llegaron a una barrera. Kelly y Jorge bajaron para levantarla y se sorprendieron. Del costado del camino, de la profunda oscuridad, salió un hombre que se acercó lentamente.
-Los felicito. Yo soy Romagnoli.
Era uno de los muchachos del equipo de Araujo. Este bajó del auto con una tenaza enorme y cortaron el alambrado que bordeaba la ruta. El resto de los prófugos bajó del auto y comenzó la parte más difícil de la operación. Había que empujar el auto unos seis kilómetros por el campo para rodear el último puesto de la gendarmería argentina antes de la frontera. El día empezaba a clarear. Habían pasado unas dos horas desde la fuga. Les quedaba una hora y media antes que los guardias notaran la falta. El auto apagado marchaba campo traviesa a tracción de manos peronistas hasta alcanzar la ruta nuevamente. Sorteado el último obstáculo, Araujo volvió a frenar intempestivamente en un tramo cualquiera. Los fugados se miraron. De un zanjón cercano, salió otro hombre.
-Soy el Dr. López Colombres. Los felicito. Veo que no ocurrió nada grave.
El doctor, dispuesto por Araujo allí, comprobó que no había heridos y trajo su vehículo, camuflado bajo unos arbustos. Los guió hasta el siguiente retén, el primer puesto chileno, donde se entregarían a los carabineros y pedirían asilo político. Pero no había nadie allí. Los carabineros dormían o no estaban, quién sabe. Pasaron el retén y llegaron a Chile. "La patria había quedado atrás. Ahora, cuando evoco aquel momento, no puedo evitar que un punzante dolor se me clave en el alma. Recuerdo aquella Argentina que dejé, envuelta en la fría niebla de un amanecer ya otoñal", escribe Jorge Antonio. Se entregaron a las autoridades chilenas en el siguiente puesto.
El resto de la historia es bien conocida. Los detuvieron en Chile pero no los extraditaron, como solicitó el Gobierno argentino. Ya en la cárcel de Santiago, en condiciones radicalmente opuestas a las de su anterior prisión, John William Cooke -a quien Perón había designado como su delegado en el país unos meses antes- volvió a comunicarse con Perón (esa correspondencia está editada entera, es increíble).
"Usted podrá imaginar -le escribe Perón- la satisfacción que he tenido con la ‘piantada' espectacular de ustedes. Realmente nos saltaron los tapones cuando recibimos insólitamente la información de que ustedes estaban a salvo en Magallanes". La alegría, le dice finalmente, para él es doble. "No solo por la libertad de los muchachos sino porque el trabajo ya se estaba poniendo demasiado pesado para mi solo en el Comando Superior Peronista".
Había sido, así la describe Jorge Antonio en su libro, el primer triunfo del peronismo después de 1955. "A partir de allí, todo comenzaría a caminar, lentamente pero sin pausa, a favor de nuestro Movimiento".
Faltaban 16 años para que Perón volviera a la Argentina. 5938 días.
Fuente: Cenital