Historias de Patagonia: Un secuestro de novela

“Le digo que es un autosecuestro, este ricachón se habrá jugado toda la plata y ahora viene con el cuento éste”, dice el comisario Francisco Dreyer al gobernador chubutense doctor Alejandro Maíz. 

*Mario Novack



Apenas ha comenzado el mes de abril de 1911 y en la capital del Territorio Nacional de Chubut  una noticia de estas características corre como reguero de pólvora, agravando la situación de inseguridad que se respira por entonces.



El “ricachón” en cuestión se llama Lucio Ramos Otero, ganadero establecido en la zona de Corcovado y que como muchos desataba amores y odios entre vecinos y conocidos. No le faltaron conflictos con los lugareños, siendo el más renombrado el que sostuvo con Quinto Vargas, por la tierra que ambos disputaban.



Ramos Otero había adquirido la amplia parcela, pero el chileno Vargas adujo que él había poblado esas tierras desde mucho antes. Era otro solitario y esos enconos fueron creciendo hasta que Vargas lo atacó a balazos el 23 de febrero de 1905. 



La reducida batalla terminó con don Lucio levemente herido y su peón Juan Uribe muerto. Presos los contendientes en Rawson, Ramos Otero se liberó con una fianza de mil pesos, mientras que la acusación fiscal pidió para Vargas 10 años de prisión, encierro que el acusado acortó -fuera de la ley y por su cuenta- con una célebre fuga.



Pero quien era en definitiva el hacendado “ don Lucio” como todos lo llamaban llamaban al hombre.  Los Ramos Otero, potentados terratenientes, vivieron en la zona sur de Buenos Aires hasta que la epidemia de la fiebre amarilla los arrastró al igual que a muchas otras familias acomodadas, a los barrios del norte.



Lucio Ramos Otero era el rebelde, el excéntrico, la oveja negra de la familia que no encajaba en la alta sociedad porteña, y se fue a vivir al sur donde simulaba que era un peón más porque renegaba de ser patrón de estancia.



“Había nacido en 1870 en la elegante casona paterna de Humberto 1º y Defensa y lo bautizaron en la iglesia de San Pedro Telmo poco antes de que la epidemia de fiebre amarilla sembrara de muerte a la ciudad. Las familias acomodadas emigraron a las quintas y también comenzaron el lento asentamiento en el barrio norte. Los Ramos Otero se alejaron de la peste instalándose en la quinta familiar, en Banfield. 



A miles de kilómetros de esa casa familiar, un 29 de marzo de 1911 “Don Lucio” cumple con su ritual que tantas veces repitiera. Acondicionó su carrito ruso tirado por seis caballos, puso la pistola Colt en su asiento y le dio al peón José Manuel Quintanilla el Winchester para que lo asegurara atrás. Salieron rumbo a Tecka para varias diligencias y compras.



La carga principal con la que los viajeros regresaron dos días después eran 22 rollos para alambrar -unos mil kilos-, además de un cajón de víveres. Marchaban por las huellas de otros carros que seguramente le precedían por poco tiempo, "cuando en un repecho chico, guadaloso, antes de la bajada fea del Cañadón del Tiro (ya en territorio de la estancia) sale un hombre morrudo y medio alto de entre unas piedras, me agarra la rienda derecha del cadenero con la mano izquierda y con un Winchester -después supe que era escopeta- me apunta. Rápido otros dos hombres más se acercan por entre las piedras que (estaban junto) a la baranda de mi carrito y revólver en mano me apuntan".





Este primer momento y la travesía hasta el lugar donde establecieron campamentos y fue construido el calabozo de troncos,lo ratificó Ramos Otero en su declaración hecha en Corcovado del 16 de junio de 1911 ante el jefe de la Policía Fronteriza. 



Allí comienza un secuestro cinematográfico con ambos hombres “don Lucio” y su peón Quintanilla atados y encadenados. “Los vamos a mantener encerrados dicen los captores con marcado acento extranjero”. 



Quintanilla era un joven peón chileno, de 21 años, que se había ganado la confianza de su patrón. Juntos afrontarán los días de cautiverio planeando como liberarse.



Los secuestradores fueron los norteamericanos Robert Bob Evans -también (a) E. Hood- y William Wilson, asistidos por el argentino hijo de galeses Mansel Gibbon, que llevaron a los secuestrados por los desfiladeros de lo que hoy se conoce como Alto Río Pico. En esas alturas los mantuvieron en un calabozo de troncos mientras organizaban el pedido de rescate.



El comisario de Tecka, Francisco Dreyer, califica al hecho como una picardía de Ramos Otero, un autosecuestro. En realidad fue una protección del policía hacia los bandidos, ya que se lo considera cómplice del robo perpetrado en el casco de la estancia Corcovado. Tanto el gobernador como los diarios porteños siguieron la versión de Dreyer.



El propio Ramos Otero le contó en una carta a un amigo, Alejandro Peckel, -la familia facilitó la transcripción al portal Metadata – que los captores le ordenaron que le haga llegar una carta de rescate a la madre en Buenos Aires pidiéndole 120.000 libras a cambio de su liberación.  “Sí, señor yo haré lo que ustedes manden, pero yo no sé si mi madre querrá”, les contestó Ramos Otero a los captores, según consta en la correspondencia.





Ramos Otero consiguió escapar y cuando regresó a la estancia tuvo que convencer a las autoridades de que era verdad que había sido capturado. “Aún me hace sufrir oyendo de mis peones todo lo que ha hecho la Policía, el comisario Dreyer hablando infamias mías, amurando a los principales peones con el Winchester al pecho para que declaren adonde está el loco Don Lucio, que debe a todo el mundo, que tiene todos sus campos hipotecados, que ha pedido dinero a su madre y ésta no le quiere dar y que por eso me he mandado mudar sin decir a nadie nada”,le confía el estanciero a su amigo Pecker.



Sin embargo para la gente y los lugareños la desaparición de Ramos Otero era obra de su rival por las tierras, el chileno Quinto Vargas, doblemente fugado de la cárcel de Rawson. Pero lo más novelesco es conocer a los autores materiales del secuestro Bob Evans y William Wilson, aquellos integrantes de la mítica banda de Sundace King y Butch Cassidy, siempre mencionados como los autores del robo del Banco de Londres y Tarapacá en Río Gallegos.



El tiro del final



La persecución de Wilson y Evans duró un año, a lo largo del cual las fuerzas policiales se tirotearon cuatro veces con los fugitivos. Según Ramos Otero, era tal el miedo que los perseguidores le tenían a la puntería de los norteamericanos, que siempre comenzaban a tirar antes de tiempo y por eso escapaban.



La banda de Wilson y Evans estaba integrada además por Mansel Gibbon –un argentino de 25 años– y un pequeño grupo de chilenos que cayeron antes que sus jefes. Un subteniente llamado Jesús Blanco estuvo al mando del grupo policial que dio muerte a los dos norteamericanos en un enfrentamiento, según el parte oficial. Sin embargo, el testimonio de un poblador de la zona –Constantino Salinas Jaca– afirma que “confiadamente Evans condimentaba un guiso... cuando el subteniente Blanco dio la voz de fuego y Evans cayó exánime. Wilson, con la celeridad de un rayo, empuñó su pistola y en la huida mató a uno de sus perseguidores y malhirió a otro. Viéndose perdido, Wilson prefirió suicidarse a caer vivo en manos de la fronteriza”.





Los dos cuerpos de los secuestradores permanecen enterrados en un campo de la familia Hahn en Río Pico. La tumba de Evans, el bandolero que hizo puntería en Comodoro, tiene clavada una cruz de hierro junto a montículos de piedras y es visitada por los turistas que llegan en busca de su historia. 



Lucio Ramos Otero hizo de su secuestro cuatro tomos de una novela donde narra detalladamente los momentos vividos en cautiverio y las acusaciones que formulaba el comisario Dreyer, considerado como varios de sus camaradas de la fuerza como responsable de “zonas liberadas”, donde la ausencia policial permitía a los bandoleros robar, herir y matar a quien se encontraban en el lugar elegido para cometer sus delitos.



Fuentes: Metadatanoticias-Diario La Nación.


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